LA RED
DOMINANTE
La comunicación, como la vida misma,
avanza que es una barbaridad. Así lo dicen los expertos, y de este modo lo
constatamos los ciudadanos de a pie. Sean cuales sean nuestras ocupaciones, en
todo caso, vemos como ese progreso mide cotas de un bienestar material que no
siempre se traduce en mejoras en lo espiritual, en lo anímico, en lo que
concierne a valores intangibles pero necesarios para vivir con una dosis
aceptable de felicidad.
Estamos en una época en la que hay
de todo, demasiado, en las llamadas economías del primer mundo. La sobre-generación de informaciones que
se da en todos los ámbitos de la vida, y, por supuesto, desde los propios
medios periodísticos, siempre con muchos datos, cifras, hechos, opiniones,
polémicas, decisiones, leyes, etc., visto todo ello desde múltiples soportes,
tendencias, sesgos y posibilidades, hace que a menudo no sepamos muy bien, como
ciudadanos, qué es lo que sucede. Conocemos perfectamente la máxima: la saturación informativa es la antítesis
de la información misma. Lo que no termino de entender es por qué la
practicamos con tanta asiduidad, desperdiciando mucho tiempo y, sobre todo,
recursos.
Parece que nos llega de todo, y,
quizá, todo nos alcanza, pero con tanto atropello, con tanta vehemencia, con
tanta proliferación de noticias, de informaciones y de comentarios que, en
ocasiones, no entendemos con la propiedad debida el porqué de los hechos.
Vivimos en una eterna contradicción. Es malo que falte, pero también lo es que haya más de la cuenta, sin que seamos capaces de
interpretar lo que acontece.
Precisamente esta especie de locura
colectiva, al menos en los países más avanzados, nos hace experimentar un
cierto agobio existencial. Estamos perfectamente acechados en lo que concierne
a todas, o casi todas, las actuaciones que hacemos, en las que se realizan en
nuestro nombre, en todo cuanto nos rodea personal o colectivamente. Nos
hallamos, por lo tanto, más controlados que nunca: se sabe lo que nos gusta, lo
que consumimos, cuándo vamos al cine, qué tipo de productos compramos, el gasto
que tenemos en luz y agua, amén de otras consideraciones. Estamos, por así
decirlo, “radiografiados”, lo cual supone que, en potencia, tenemos derecho a
la intimidad, pero, en la práctica, esto no ocurre tanto.
A todo esto, según nos cuentan los
medios periodísticos, se suma un gran número de delitos que se cometen en la Red
y que hacen que nos preguntemos dónde están “las nuevas escalas de seguridad”,
que existen y que hay que potenciar. El mundo se acelera a tal velocidad que el
vértigo se produce más pronto que tarde. Lo último que he leído (supongo que ya
ha dejado de ser lo último, mientras escribo estas líneas, mientras usted las
lee) es que una serie de personas han sido detenidas por acosar a menores. Los
delitos de toda índole están a la orden del día, por desgracia.
Si aquellos ciudadanos que se vieron
inmersos en la Primera Revolución Industrial, cuando se pensaba que la máquina
se superponía a la voluntad humana, pudieran acercarse a nuestra última década,
caerían petrificados del susto, del enorme salto dado en lo cuantitativo y en
lo cualitativo.
Y, frente a todo ello, ¿qué hacer? Ésa
es la eterna pregunta. Por estrepitosamente rápida, la vida se vuelve insegura,
al menos hasta que todo esto se quede en su justa medida y equilibrio. Así, el
consejo principal es que mantengamos la calma, que seamos prudentes, que
asumamos que el circuito en el que estamos necesita pericia, una gran habilidad,
pero recordemos que, en cualquier coyuntura, la velocidad la ponemos nosotros.
Fundamentalmente hay algo que no debemos descuidar: me refiero al aprendizaje
en lo técnico y en lo ético, en lo deontológico.
Las mutaciones humanas nos han de servir para
mejoras sustanciales, y en eso no puede cundir ni el desánimo ni el
conformismo. Hemos de implicarnos desde la acción tranquila y segura, con la
idea firme y flexible de que todo esto será para bien. Como diría Bertolt Brecht, hay momentos en los
que debemos tomar partido. Éste, digamos sin vacilar, es uno de ellos. No
dejemos que la Red de Redes nos acose: seamos cómplices virtuosos de sus
potencialidades, que son muchas, indudablemente todas. Ahí estamos los
ciudadanos y los periodistas.
Juan TOMÁS FRUTOS.